Una ventana que me mostraba la luna iluminando su sombra. Esa gran estrella, la única. 
Silueta citadina, árboles pocos. Luces, luces, luces. Ventana con muchas preguntas, con muchas respuestas generando propuestas utópicas pero no imposibles. De pronto la transformación de la noche en alba fue tiñendo de colores mi locura (y viceversa).  Las nubes, esfumadas, eran una pictórica obra de arte en el museo de la vida. El sol ya se sentía hasta en las paredes cada vez más doradamente anaranjadas. El daño en los ojos (por supuesto) pero no en el alma. Crecían las preguntas con respuestas, sin respuestas y con respuestas curiosas y a pesar de todo, el día fue más sano que la noche. No se bien en qué escondite de mi cuerpo un volcán de suspiros susurró una armoniosa melodía a los oídos de mi mente. Y fue ahí, ahí mismo, en ese preciso instante cuando me escapé del murmullo, de la habitación y de mí misma y me fui a tocar los trazos de las nubes, la sombra de la luna, la punta de la estrella, el ventanal. 
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