miércoles, 7 de septiembre de 2011

Como todos los días, en el momento en el que la oscura noche se funde con la mañana celeste, rosa, amarilla él despierta y tiene reflejado en su mirada el arcoiris entero. Se despereza despacito, dibujando con los brazos el mismo semicírculo de colores que ve, que siente. Saluda a su fiel compañera Daisy con unas palmadas en el lomo que se transforman en caricias y se levanta del colchón un poco roto en el que duermen para prender un fueguito en el cordón de la vereda y cebarse unos mates calientes. Daisy, casi sin moverse, camina con los ojos a su compañero sin perderle el rastro. Mario contempla el fuego y se maravilla del espectáculo infinito que le brinda. Piensa en el sol como inspiración y festeja en su alma la existencia de este, que es su dios, y el acercamiento del mismo al oler estar llegando la primavera. El invierno y el frío son muy hostiles en la calle. No se duerme bien y al despertar los huesos chillan como locos. Esas noches se abraza fuerte con Daisy y se abrigan mutuamente y ese calor es más efectivo y saludable que el que irradian esos venenosos aparatos modernos. Como los mates que se toma Mario cada mañana que ingresan al cuerpo como una bocanada de aire veraniego, siempre acompañado por algún pedazo de pan compartido con Daisy que le regala la panadería de la vuelta de la autopista, techo que eligió para vivir. Luego del desayuno sale a caminar con su compañera. La primera estación generalmente es la charla matinal con los muchachos de la parada de diarios del barrio en donde ojea las noticias y toma café que a veces le convidan. Mario es un poco vago pero es buena gente y siempre está de buen humor. Los que lo conocen se han encariñado y lo ayudan con lo que pueden. De todas maneras, el mejor regalo que recibe cada día es la aceptación de las personas. Porque él sabe muy bien lo triste que se siente al recibir miradas de miedo, de asco, de lástima de parte de los transeúntes que, apurados y con semblantes continuos de preocupación, reparan en él de esas formas, o peor, se hacen los que no lo ven, los que no lo escuchan. Pedir limosna en la calle es muy duro. Si bien en ciudades tan grandes y superpobladas como Buenos Aires se recauda bastante bien por día, lo difícil está en lo lastimada que queda el alma ante tantos puñales que gran parte de la gente le clava a Mario con su desprecio. Desprecio que se manifiesta en las actitudes, no hace falta decir nada. De todas maneras hay gente también que se solidariza y de buena voluntad coloca un par de monedas o billetes o comida en sus manos y alguno que otro al que no lo corre tanto el tiempo hasta inicia una breve charla como para compartir un momento, poder ponerse en su lugar, o para sentirse mejor consigo mismo. Uno nunca tiene la certeza de cuál es el motor que impulsa a cada uno a realizar cualquier acción pero eso sí, cuando Mario siente la percepción de que el dinero o la comida que alguien le entrega es arrojado de mala gana, él lo rechaza agradeciendo siempre pero no por eso se evita comerse algún que otro insulto por esta reacción que sorprende, naturalmente, a cualquiera. Pero él eso lo tiene claro, no iba a recibir ayuda que tuviera malas energías porque serían traspasadas a él y si había algo que priorizaba en su vida era vivir armoniosamente tranquilo y en paz. Por suerte no se equivoca mucho con esas cosas, tiene un don o mucha sagacidad para ver un poquito más allá del envase de las almas y zambullirse en las pupilas de cualquier ser vivo que se cruce. Y así se le van patinando las tardes, deambulando por el centro con Daisy, dándole de comer a las palomas en alguna plaza bajo el sol, charlando con sus conocidos y observando la rapidez con la que corre el mundo en busca de comodidades. Ese mundo al que él no siente pertenecer. Le parecía bastante tonto tener que correr todo el día para ganar plata para comprar cosas para después tirarlas y tener que seguir trabajando todo el día para volver a ganar más plata para comprar más cosas para volver a tirarlas cuando se rompiesen en lugar de refaccionarlas o dejarlas de usar porque habían pasado de moda. Se reía desconcertadamente cada vez que buscaba en los containers y bolsas de basura y encontraba objetos que le eran de utilidad a cualquiera y hasta que le permitían decorar su casa que de a poco fue armando. Ya tiene un colchón de plaza y media, dos sillones de un cuerpo, una silla antigua que él mismo retapizó con telas que rescató de los desechos del barrio de Once, varios cartones que usa como alfombra para aislar el frío o como biombo para tener un poco de privacidad, una frazada que tiene un par de agujeros pero que es muy gruesa y combate bien el frío, varios utensilios de cocina, vajilla y elementos varios como linternas, una radio y diversas revistas que eran clavo en la parada del barrio. De las verdulerías rescata frutas y vegetales que tiran porque tienen una parte blandita pero que cortando por lo sano se puede utilizar más de la mitad del alimento. Y así se va ganando la vida. Comiendo sano, viviendo tranquilo, reciclando lo que otros desechan, como arrojan su vida buscando y buscando el dinero que les permita llegar a sus casas, pagarle a la chica de la limpieza, sentarse en el sillón nuevo, agarrar el teléfono, pedir la comida, tirar lo que sobra, sacarse el pullover para prender el split y ponerlo a treinta grados mientras se indignan frente al televisor de la pobreza del mundo, de la contaminación del planeta, quejándose de que se trabaja todo el día y que la plata no alcanza. Entonces Mario, cada noche, mientras prepara el fuego para hacerse la comida se pregunta ¿quién es en realidad el mendigo?