miércoles, 2 de noviembre de 2011
Cuando hablaba de la edad del sol, hablaba de la soledad. De esas soledades que la vienen a visitar y, sin golpear la puerta, se mete adentro suyo con esa llave que tiene y que nadie sabe de dónde sacó. Ella, que puede arrebatarle todas las sonrisas que le queden, que puede tirarle abajo todas las paredes que construyó para que el hueco que fue escondiendo sea un poquitito más grande y así hacerla sentir un poquitito más sola. Para que el vacío se llene bien de nada, por nada. Desamparada, sentada, acostada, derrumbada. Acosada por el desastre que seguimos haciendo con el mundo, al que ya hemos transformado en esa pequeña habitación a oscuras, que creemos llena de cosas porque la hemos achicado levantando paredes que nos han separado. Es que no se quiere tener tiempo de sentarse a observar con los ojos cerrados y sentir el frío virtual o palpar el anonimato robótico al que estamos, claro, acostumbrados. La costumbre enceguece un poco. Y la soledad ahí, nítida y encandilando al que no quiere verla, porque la siente.
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