Iba hacia el atardecer entre los árboles que se inclinaban
hacia mí porque los balcones se atravesaban en su crecimiento. Hacia arriba,
una delgada línea de cielo trazada por las hojas y las ramas de los árboles que
no se tocaban, pero se iban acomodando a sus libertades (las de los dos) formando
un dibujo unificado (junto con el cielo, también). Y pensé: Cómo nos limita el
cemento. 
Nos dobla, nos empuja, nos aplasta, nos endurece. Nos monocromatiza el
alma. Nos ahoga comiéndose cada partícula de aire…
De repente un aire denso comenzó a abrazarme. Los pasos
pesaban, el atardecer se volvió negro como el cielo y las hojas y ramas de los
árboles. Apareció un humo espeso y cambiando constantemente de forma me fue
invadiendo. Se me fue metiendo por cada poro. Se acumuló en el centro. Se posó
en el aleph de mi pecho y sentí una hostilidad abrumadora. El cuerpo empezó a
encorvarse, me enrollé como abrazándome y caí, rodando a la deriva de la gravitación.
Cada tanto alguna piedra frenaba por un instante mi vertiginoso derrumbe
haciéndome rebotar para luego ofrecerme con más fuerza a los misteriosos
destinos de ese abismo espeluznante.
Repentinamente surgió un soplo por debajo que atenuó la
velocidad con la que me precipitaba. Fue suave como una brisa pero tenía el poder
del viento. Me alzó dándome un envión hacia la salida y sin darme cuenta empecé
a flotar. Pude respirar profundo y ver las raíces también libres de esos
árboles. Pude sentir la humedad de la tierra y el cálido abrigo del sol
hundiéndose en ella. Pude encontrar en esas raíces una escalera hacia el suelo
firme. Y pude encontrar con quienes caminarlo. Y seguir.